La búsqueda sin fin
Restitución de Identidad
Ciento treinta y dos, dice el contador de la Casa por la Identidad. Es el edificio que tiene Abuelas de Plaza de Mayo dentro del predio de lo que fue la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), uno de los mayores campos de concentración de la Argentina. El número refleja los casos resueltos, las nietas y los nietos encontrados por esas mujeres que salieron a las calles ante la desaparición de sus hijos e hijas. Estela de Carlotto y Buscarita Roa son las encargadas de actualizar la cifra el 28 de diciembre de 2022. Minutos después van a contar que lograron resolver el caso de Juan José Morales, apropiado en Tucumán. El calor es agobiante en el verano de Buenos Aires, pero la alegría puede más. Los abrazos se reparten porque, una vez más, esas mujeres vencieron. Las Abuelas llevan 45 años tras los pasos de los niños y las niñas que el terrorismo de Estado se robó: lograron encontrar a muchos de ellos, hicieron avanzar la ciencia y consiguieron juicio y castigo a los responsables.
Las Doce
–Usted está muy sola –le dijo una asesora de menores a Isabel Chorobik de Mariani.
Chicha era docente y, desde el 24 de noviembre de 1976, buscaba a su nietita, Clara Anahí. La beba de tres meses era la única sobreviviente de un operativo descomunal que habían hecho en la casa de la calle 30 de La Plata, donde estaba con su mamá, Diana Teruggi, y compañeros de militancia de ella.
La asesora le anotó la dirección de otra señora que también, como ella, buscaba. Su nombre era Alicia Zubasnabar de De la Cuadra. La conocían como Licha. Tenía a sus hijos Roberto y Elena desaparecidos y también a dos yernos. Elena estaba embarazada y, para entonces, Licha ya tenía noticias de que había dado a luz.
Otras señoras ya habían empezado a juntarse en Plaza de Mayo desde abril de 1977. En algún momento, comenzaron a preguntar quiénes estaban buscando nietos o hijas o nueras embarazadas. De esa forma, empezaron a agruparse. Las fundadoras fueron doce: Licha, Chicha, Mirta Baravalle, Raquel Radío de Marizcurrena, Clara Jurado, María Eugenia Cassinelli de García Iruretagoyena, Delia Giovanola de Califano, Haydeé Vallino de Lemos, Leontina Puebla de Pérez, Beatriz Aicardi de Neuhaus, Eva Márquez de Castillo Barrios y Vilma Sesarego de Gutiérrez. Al principio iban a los hospitales, las casas cuna, los juzgados de menores, hogares de niños e incluso a colegios. Cuando tenían que redactar cartas o petitorios podían juntarse en alguna confitería en la que fingían estar festejando un cumpleaños para no alertar a los grupos de la dictadura. Quizá se encontraban en alguna casa, tratando de esquivar las miradas indiscretas de algún vecino que pudiera delatarlas. Si se hablaban por teléfono, usaban códigos: el hombre blanco era el Papa; los cachorros o las flores eran sus nietos; las chicas eran las Madres; las viejas eran ellas mismas. Con el tiempo, esas mujeres se convirtieron en pesquisas –como solía decir Delia Giovanola, una docente que quedó al cuidado de su nieta después de que una patota secuestrara a su hijo y a su nuera embarazada–. Para acercarse a algún chico, podían disfrazarse para no ser reconocidas. Muchas veces actuaban con menos premeditación y más corazón. Si pasaba un chiquito que les recordaba a sus hijos podían seguirlo, como contaba Estela de Carlotto, que se sumó al grupo a principios de 1978, después de que su hija Laura fuera secuestrada.
El Primer Gran Logro
En plena dictadura llegó a manos de las Abuelas una denuncia sobre un matrimonio que había adoptado de buena fe a dos nenas. El denunciante creía que las dos chiquitas podrían ser hijas de desaparecidos. Inés y Carlos Sfiligoy se anotaron en un juzgado para adoptar a una criatura. Ella era profesora de Francés, y él, ingeniero civil. En marzo de 1978, los llamaron desde el juzgado 2 de San Martín para entregarles una beba. Mientras completaban los papeles, una asistente social se les acercó con otra beba –muy chiquita y con evidentes problemas de salud–. Inés pidió sostenerla en brazos. Después de un rato, le dijo a su marido que era esa beba a quien quería adoptar. Entre los muebles del tribunal, se movía inquieta una nena de cuatro años, que resultó ser la hermanita de la beba que Inés aferraba en sus brazos. Primero, llegó a la casa la beba. A la semana, lograron la autorización judicial para llevarse a la hermanita mayor –Tatiana–. Los Sfiligoy le habían puesto Mara a la beba. “Mi hermanita se llama Laura”, los corrigió Tatiana en el viaje hacia la casa de Villa Pueyrredón.
Tatiana hablaba poco. Alguna vez contó que a su mamá se la habían llevado “tapada”. Inés fue al juzgado para preguntar si las chicas podían ser hijas de gente que no estuviera –entonces era difícil pronunciar la palabra “desaparecidos”–. En 1980, los llamaron del juzgado para que se presentaran. En otra sala, el juez le mostraba una foto a una de las abuelas de las chicas.
–¿Te parece que son ellas? –le preguntó Laura de Jotar a Estela de Carlotto.
–Son ellas –respondió, y le reclamó al juez que dejara de indagar a la señora.
–Bueno, vamos –dijo el magistrado.
En otro cuarto estaban las nenas con el matrimonio Sfiligoy. A Tatiana le preguntaron si reconocía a las señoras. Ella solo movió la cabeza con un gesto negativo. A los pocos días se repitió un encuentro. Esta vez, la nena empezó a recordar.
Con el recuerdo también llegó la verdad. Tatiana y Mara Laura eran las hijas de Mirta Graciela Britos, una militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) que venía de Córdoba. Allí había conocido a Oscar Ruarte y, en 1973, había nacido Tatiana en el Hospital de Clínicas. Después, Oscar y Mirta se separaron. Mirta y Tatiana se vinieron para Buenos Aires. Ella formó pareja con otro compañero, Alberto Javier Jotar. El vínculo con Oscar no se había cortado. Él seguía viniendo a buscar a Tatiana. En uno de los viajes de regreso –en agosto de 1976– fue secuestrado. Por esa época, Mirta le contó a Tatiana que iba a tener una hermanita y, en unos meses, nació Laura.
El 31 de octubre de 1977, Mirta había salido a hacer las compras con las dos nenas. En la casita de Villa Ballester que alquilaban había quedado Javier –como llamaban a Jotar–. Cuando estaban por llegar, Mirta advirtió un operativo y siguió de largo. Caminó rápido hacia la plaza del barrio. Allí, besó y abrazó a sus hijas mientras empezaban a llegar hombres con uniforme de fajina. Se la llevaron con la cabeza tapada, como recordaba Tatiana.
A las nenas las dejaron en la plaza hasta que un comerciante de la zona avisó a la policía. Para la Justicia, eran NN. El juez mandó a la beba a la Casa Cuna de La Plata y a Tatiana al Instituto Remedios de Escalada, de Villa Elisa. Volvieron a juntarse en la casa de los Sfiligoy. Para las Abuelas, encontrar a Tatiana y a Mara Laura fue el primer gran logro que tenían en tres años de existencia.
Índice de Abeulidad
Un poco antes de encontrar a Tatiana y a su hermana, las Abuelas se habían topado con un artículo de diario que les llamó la atención: decía que con un examen de sangre era posible determinar la paternidad en un caso controvertido. Lo recortaron. Se preguntaban si la sangre serviría también para ellas en la búsqueda de sus nietos y nietas. ¿Alcanzaba con su sangre ante la ausencia de los padres y de las madres?
Con esa pregunta fueron a golpear puertas. En 1982, viajaron a Washington para participar de la asamblea de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Allí se encontraron con Isabel Mignone, la hija del fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Ella las puso en contacto con otro exiliado, un genetista, que podría ayudarlas. Se trataba de Víctor Penchaszadeh, que vivía en Nueva York.
Penchaszadeh empezó a activar otros contactos. Las Abuelas se encontraron con Eric Stover, de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia (AAAS), y, al tiempo, se sumó a la investigación la genetista Mary-Claire King.
En octubre de 1983, cuando a la dictadura ya le quedaban pocos días, el genetista chileno Cristian Orrego llamó a Abuelas para contarles que su preocupación sería el eje de un simposio que se iba a realizar en mayo de 1984.
–¿Podemos ir? –le preguntó Chicha.
–Son ustedes las que originaron toda esta investigación –le contestó Orrego–. ¿Cómo no van a poder ir?
La Verdad de la Sangre
Elsa Pavón esperó, como el resto de sus compañeras, con ansiedad el fin de la dictadura. Pero, para ella, la vuelta de la democracia traía otra ilusión: recuperar a su nieta, que había sido secuestrada junto con sus padres el 18 de mayo de 1978 en Uruguay. Tiempo atrás habían logrado identificarla y ahora necesitaban que la Justicia actuara, por eso esperaron hasta el primer día hábil del gobierno de Raúl Alfonsín para presentar la denuncia por Paula.
Chicha y Elsa se habían conocido en un juzgado de La Plata. Elsa estaba sola, arropada en un poncho marrón, buscando saber qué había pasado con su nietita de 23 meses, a la que se habían llevado junto con su hija, Mónica Grinspon, y su compañero, Claudio Logares. Cuando la salud de Elsa y su marido flaquearon, fue Chicha la que siguió con la búsqueda.
En 1980, Chicha viajó a Brasil a entrevistarse con los integrantes de la red Clamor (Red Eclesial Latinoamericana y Caribeña de Migración, Desplazamiento, Refugio y Trata de Personas). En ese momento, un reverendo le entregó una foto de una nena. Para Chicha, no había dudas: era la nieta de Elsa. Con algunos datos que aportaba la denuncia, pudieron encontrar a Paula, que vivía por Avenida del Libertador. Estaba en poder del subcomisario bonaerense Rubén Lavallén, por entonces vinculado con la seguridad de la Mercedes-Benz.
De un día para el otro, Lavallén se mudó. Elsa temía haberle perdido el rastro a Paula. Un día llamó un hombre que había reconocido la foto de Paula que se exhibía en la calle: era la amiguita de su hija. Con esos datos, Elsa y las Abuelas encontraron a la nena en la zona de Chacarita. Elsa ya no quería seguir jugando a las escondidas: quería que la Justicia le devolviera a su nieta.
El problema fue que Lavallén mostró un documento de la nena cuando lo allanaron y dijo que era su hija biológica. Paula estaba anotada como nacida en 1978 –cuando ya tenía dos años–. Elsa pidió exámenes en la Justicia para demostrar que no tenía la edad que decían. Los estudios se hicieron, pero no eran concluyentes. Finalmente, se decidió hacer los análisis de sangre en el Hospital Durand, en los que participó Marie-Claire King.
Los análisis demostraron que Paula era compatible con las familias Grinspon-Logares, pero la restitución se demoró hasta diciembre de 1984. Fue el entonces presidente de la Cámara Federal, Andrés D’Alessio, quien tomó el asunto en sus manos e hizo reencontrarse a la abuela con su nieta. Después de largas horas de tensión y llantos, en la noche del 13 de diciembre de 1984, Paulita durmió en la casa de Banfield de sus abuelos.
El 20 de febrero de 1986, Alfonsín recibió a Chicha, Estela y Rosa Roisinblit. Las tres Abuelas iban con un reclamo: necesitaban que el Estado se comprometiera en la búsqueda de los nietos. Alfonsín les recordó que había creado la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), pero ellas le retrucaron que no era suficiente. Durante los meses siguientes, los equipos de Abuelas de Plaza de Mayo y el Servicio de Inmunología del Hospital Durand trabajaron en un proyecto para regular los análisis y el cuidado de las muestras de las familias que buscaban a los chicos que les habían robado. En mayo de 1987, el Congreso votó la ley que creaba el Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG).
La Primera Nacida en Cautiverio
El 26 de marzo de 1987, Leonor Alonso se presentó ante el juez Antonio Borrás para denunciar que creía que una nena podía ser su nieta. La chiquita estaba anotada como hija del policía bonaerense Domingo Luis Madrid y de su esposa, María Mercedes Elichalt. La hija de Leonor, María Leonor “Mara” Abinet, había sido secuestrada el 16 de septiembre de 1976 de la pensión en la que estaba viviendo con sus dos hijas mayores, María Isabel y María Inés. A Mara se la llevaron mientras dormían. Tenía un embarazo avanzado que ya le generaba contracciones. Su compañero, Miguel Ángel “Bocha” Gallinari, había sido secuestrado antes y asesinado.
Ese mismo día secuestraron a Leonor. No supo dónde estuvo, pero, en un momento, le preguntaron si quería rezar. Le dieron una cruz que Mara solía llevar colgada. Fue la señal de que su hija también estaba allí. Leonor recuperó la libertad. Mara debe de haber dado a luz en los primeros días de noviembre de 1976. Unas semanas después, la asesinaron de un disparo en la cabeza y la enterraron clandestinamente en un cementerio del partido de San Martín.
Madrid se presentó ante el juez Borrás: dijo que la chiquita era su hija. Pidió hacer las pericias. Después reclamó anularlas. Los análisis se hicieron en el Hospital Durand y arrojaron una certeza del 99,70 por ciento de que la nena que tenía Madrid era la hija de Mara y Bocha. El 21 de abril, el juez Borrás llegó al colegio San Blas de City Bell. Lo acompañaba la jueza de menores Raquel Berisso.
Cuando su abuela Leonor entró al salón en el que estaba con la gente del juzgado, ella se apuró a agarrarle la mano y decirle: “Señora, si me va a llevar, lléveme, vamos”. –Abuela, ¿qué nombre me iban a poner mis papás? –le preguntó a Leonor al día siguiente.
–Si eras varón, Silvano. Si eras mujer, pensaban llamarte Elena, por tu otra abuela.
Cuando sonó el teléfono, ella se apuró a atender. Su tío, al otro lado de la línea, le preguntó con quién hablaba. “Con Elena”, contestó ella. Al día siguiente, rompió todas las etiquetas de los cuadernos que llevaban el apellido Madrid. Elena Gallinari Abinet se convirtió en la primera nieta nacida en cautiverio en ser encontrada por Abuelas de Plaza de Mayo. Hasta el día de hoy, no se sabe en qué centro clandestino de detención nació. Su apropiador y el hermano de su apropiador se desempeñaron en la brigada de Banfield –más conocida como el Pozo de Banfield, que fue también una maternidad clandestina–. Madrid, en un momento, llegó a decirle a Elena que la había traído de la Comisaría 5ª de La Plata.
Te Buscan, Ayudalas a Encontrarte
El final del gobierno de Alfonsín fue difícil. El principio del gobierno de Carlos Menem fue peor. Leyes de impunidad e indultos. Más allá de la creación de la Comisión Nacional sobre el Derecho a la Identidad (Conadi) eran tiempos bisagra, incluso para las Abuelas, que llevaban años buscando bebés o chiquitos. Ahora, sus nietos o nietas eran adolescentes. En 1995, hubo dos hechos que pincharon la memoria hasta sangrar: la confesión del marino Adolfo Scilingo sobre los llamados vuelos de la muerte y la aparición en la escena de H.I.J.O.S. como un actor político con peso y decisiones propias. Cuando volvía de una actividad convocada por esa agrupación, Abel Madariaga –integrante de Abuelas que buscaba a su hijo nacido en cautiverio– se cruzó con los actores de Montaña rusa, una tira de moda, que se habían acercado a participar. En ese momento pensó que, para encontrar a los chicos y a las chicas que faltaban, había que acercarse a sus intereses.
En 1997, Abuelas cumplió veinte años de existencia. Los festejos incluyeron un festival de rock masivo en Plaza de Mayo y la puesta en marcha de lo que sería Teatro por la Identidad. Mientras tanto, las nietas que buscaban a sus hermanos o hermanas empezaban también a tener otro lugar en la institución: así, por ejemplo, se conformó el archivo biográfico familiar.
La idea de que serían los jóvenes quienes se acercarían a la institución empezó a cristalizarse en cambios. Se creó un área de presentación espontánea para esperarlos cuando llegaran. El boom de las presentaciones espontáneas terminó de darse en la década siguiente.
La Búsquda de Justicia
Los nuevos aires traían la posibilidad de empezar a horadar la impunidad. En 1996, los juristas David Baigún, Julio Maier, Alberto Pedroncini y Ramón Torres Molina presentaron una querella por el plan sistemático de robo de niños –algo que no había sido probado en el Juicio a las Juntas de 1985–. La presentación llevaba las firmas de quienes seguían integrando Abuelas, como Estela de Carlotto o Rosa Roisinblit, y de Chicha Mariani, que llevaba siete años fuera de la institución. En 1998 detuvieron a Jorge Rafael Videla y a Emilio Eduardo Massera por las apropiaciones de los hijos de los detenidos-desaparecidos. A mediados de 1999, una citación llegó a la casa del matrimonio Ceferino Landa y Mercedes Beatriz Moreira. Era del Juzgado Federal 4 de los tribunales de Comodoro Py, que entonces estaba a cargo de Gabriel Cavallo. El juez quería que se presentara la chica a quien los Landa habían criado como Mercedes. Ella, que por entonces estudiaba en la Universidad del Ejército, cumplió. Cavallo le dijo que existía la sospecha de que fuera hija de desaparecidos y le pidió que se hiciera los análisis de sangre.
Cuando terminó la feria del verano de 2000, Cavallo volvió a citarla. El juez la esperaba con una carpeta gruesa y con una foto de ella de bebé. La foto hizo más que los análisis: se reconoció de inmediato. El juez le contó que era Claudia Victoria, la hija de José Liborio Poblete y Gertrudis Hlaczik. Ella había nacido el 25 de marzo de 1978. Ocho meses después los secuestraron a ella y a sus padres y los llevaron al centro clandestino conocido como El Olimpo, de Floresta.
En abril de 2000, el CELS tomó el caso de Claudia Victoria para plantear la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Lo que decía el organismo era lo siguiente: era un sinsentido que se permitiera juzgar a los apropiadores de Claudia Victoria –porque el robo de niños no había sido al canzado por la Obediencia Debida– pero no juzgar a quienes hicieron que esa apropiación fuera posible, es decir, a los responsables de la desaparición de los padres.
El juez Cavallo les dio la razón en 2001. Lo mismo hizo la Cámara Federal porteña. Cuatro años más tarde, la Corte Suprema –renovada por el gobierno de Néstor Kirchner– declaró la inconstitucionalidad de las leyes aprobadas durante el gobierno de Alfonsín. Se volvía a juzgar a los genocidas. El primero en recibir la prisión perpetua fue Julio Simón –conocido como el “Turco Julián”– después de la reapertura de los procesos.
Hasta Encontrarlos
En 1999, la jueza María Servini ordenó allanar y detener al marino Policarpo Vázquez por la sustracción de una menor. Evelin se enteró entonces de que no era hija de quienes decían ser sus padres. Tanto Vázquez como su esposa confesaron, pero Evelin le dijo a la jueza que ella no estaba dispuesta a poner su cuerpo para meter en la cárcel a quienes la habían criado. El tema llegó hasta la Corte Suprema, que en 2003 convalidó la decisión de la joven.
Las Abuelas llevaron el caso a la CIDH. Estaban ante un delito confeso pero no se podía avanzar judicialmente porque faltaban los análisis. En 2008, la jueza Servini ordenó un nuevo allanamiento donde vivía Evelin para secuestrar prendas o elementos que contuvieran ADN para ser testeado. De esa forma, el BNDG informó que era la hija de Susana Pegoraro y Rubén Santiago Bauer. Había nacido en la ESMA en 1977.
En 2009, el Estado argentino reconoció su responsabilidad en el caso y firmó un acuerdo de solución amistosa con Abuelas, que, entre otras cosas, incluía la adopción de procedimientos alternativos para obtener muestras de ADN. Era importante que quienes estaban restituyendo su identidad no sintieran que eran la prueba contra quienes los habían criado.
Como parte de lo que Abuelas reclamaba para acelerar los procesos en la Justicia, la procuradora Alejandra Gils Carbó creó en 2012 una Unidad para Casos de Apropiación durante el Terrorismo de Estado. El organismo quedó a cargo de Pablo Parenti, que había sido uno de los secretarios del juez Cavallo que trabajaron con la declaración de inconstitucionalidad de las leyes. Tanto la Unidad de Apropiación como la Conadi realizan actualmente investigaciones complejas: acceden a documentación a la que Abuelas, como una organización de la sociedad civil, no podría acceder. “Hoy, el Poder Judicial es un actor más, ya no es el predominante que solía ser. Gracias al crecimiento de las presentaciones espontáneas y de la Conadi, el papel está más morigerado. En general, al juez le llega un paquetito prácticamente terminado con lo que hacen la Conadi o la Unidad. Entonces, hoy el reclamo a la Justicia no es investigativo, sino de celeridad”, explica Emanuel Lovelli, coordinador del equipo jurídico de Abuelas de Plaza de Mayo.
El tiempo corre. Las Abuelas llevan 45 años buscando a los nietos y a las nietas que faltan –que serían más de doscientos–. En la comisión directiva de la organización quedan Estela y Buscarita –la abuela de Claudia Victoria Poblete– después de varias pérdidas. Como vocales están Carmen Ledda Barreiro, de la filial Mar del Plata, y Sonia Torres, de Córdoba. Rosa Roisinblit, histórica vicepresidenta de la entidad, fue nombrada presidenta honoraria. Como secretario ahora ejerce Abel Madariaga.
En la dirección de la institución, hace un tiempo que algunos nietos ocupan lugares de decisión. Están Claudia Victoria, Manuel Gonçalves Granada, Leonardo Fossati, Guillermo Pérez Roisinblit y Adriana Metz, entre otros. Son los que garantizan que la búsqueda continuará a lo largo de los años, pero tienen muy clara la consigna que les transmitieron: “Mientras haya una Abuela, la Abuela manda.”
(c) 2023, Caras y Caretas
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